7 jun 2010

Irónico campo bicolor




Mil años. Ésa es mi edad. Existo desde que existe mi suelo blanco y negro. Recuerdos tengo muchos, de los incontables juegos en los que he participado. El único instante que ha parecido escaparse de mi mente es el de mi nacimiento. Aún intento recordar cómo llegué aquí, como si de repente despertara inerte, sin tener poder de nada, sin tener siquiera el poder de recordar mi camino antes de pisar este suelo de dos colores antagónicos.

¿Mi nombre? Caballo negro, así de simple. Como yo hay otro más, descubrirlo me ha tomado muchos años en este extraño caminar en cuadrículas, pues mi vista siempre se encuentra hacia al frente, donde pareciera haber un espejo que nos refleja con el color más puro que haya visto jamás.

Ha pasado mucho tiempo, este suelo, el más antiguo de este estilo que ha existido, había estado encerrado por mucho y hoy, alguien ha decidido abrir esta lóbrega caja que nos mantienen alejados de los dominios.

 Me ciega la luz de la cruel verdad que nos rodea, a mí y a mi familia de negros colores, y a nuestro reflejo brillante y limpio. Nos vemos una vez más frente a frente, y todos aquellos recuerdos vuelven a mí. Una mirada, entre dieciséis inertes como la mía se clava en mí por siempre. Jamás, de tantos reflejos blancos, había podido olvidar aquella mirada; había conseguido un extraño secreto: aprendí a vivir sin poder verla, y aún hoy, la tengo a escasos recuadros y todo vuelve a ser como antes.


Causé su muerte y la muerte final de todos los otros reflejos: Lentamente fui tomado, levantado hasta pasar por encima de aquella criatura pacífica cuya mirada se había convertido en parte unificada de mi marmoleado ser, y sin poder voltear supe que había quedado solo en aquel campo bicolor, me pareció irónico: lo oscuro venció lo limpio y puro. De ese último juego, después del cual fuimos encerrados, surgió un sentimiento de culpa que no había experimentado con ninguna otra partida: “Es solo un juego” piensan aquellos que nos manejan a su antojo convirtiéndonos en callados asesinos.

Y sin embargo, comprendí de inmediato que la razón por la que la angustia sigue siendo infinita es por haber eliminado a la única mirada que me hacía querer ser un caballo vencedor, y el costo que tuve que pagar por esa victoria que desearía reprimir, fue la soledad que no se debió a la falta de compañeros, sino a su falta.


Se inicia el juego, incesantes movimientos bruscos se llevan a cabo entre los soldados llamados “peones”. La guerra iniciada se ve tranquila para los que se divierten dominándonos a placer. Ya han eliminado a casi todos los peones, que siempre son sometidos en primera instancia, como los que son sometidos a prejuicios… Comienzo a entender, después de mil años de partidas, lo injusto que es este juego en el cual no tenemos participación real, solo un protagonismo ficticio.

 De una esquina a la otra, sigo impactado por lo tranquilos que siguen siendo sus ojos de mármol, lo pueril y lo extrañamente indiferente que me transmitía verlos a distancia. No logro entender cómo después de ser despojada de su poder por mí, puede verme con tal sosiego y me pregunto si puede ver en mí lo que nunca podré ser capaz de pronunciar.

Matan a los alfiles, ahí van mi aliados que son movidos peor que yo, no son capaces de ver lo que sucede pues carecen de mirada; y aún así anduvieron más tranquilos, pues ignoraron por siempre que su andar fue en un campo de batalla. Sigo merodeando por cada cuadrícula, y en cada movimiento mi falso cuerpo está más cerca de ella, sin poder siquiera tenerla de mi lado. Fuimos condenados a ser imposibles por dedos arbitrarios y pienso en cómo aquellos que sí están en posibilidades de amar colocan al miedo en primer lugar, decidiendo jamás sentir nada por encima de sentir dolor. Yo sí conozco el miedo, pasa por mí mientras recuerdo aquel acto macabro y sucio y pienso en la impotencia de saber que no depende de mí el que vuelva a suceder.

Las torres, viéndose poderosas y como siempre representado una fortificación, aniquilan sin poder demostrar remordimiento a todos los honestos y tersos cuerpos blanquecinos, mientras cae una de ellas como ha caído en un centenar de partidas anteriores. De los otros, queda una torre, los reyes y ella: la yegua blanca. De nosotros, exactamente lo mismo.

Las reinas, que mantienen desde siempre una pose arrogante como si fuesen invencibles se acercan la una a la otra, hasta que cae la nuestra y veo que al final, su porte no les brindó más que un ensimismamiento en sus propios conceptos de poder, pues nunca comprendieron que, si son manejadas a antojo de otros, de nada valían sus movimientos con aires de soberbia. El rey defiende a su compañera y mata a la que se cree dueña del suelo, lo que causa después su liquidación.

La torre blanca, elimina a la que ahora podría ser llamada “mía”, pues soy el único rastro de negro que queda. Paso a los lados de ella siendo obligado a matar a mis contrincantes. Pocas veces, siendo la última partida una de ellas, había podido eliminar a un rey. El poder que éste emana ha sido vencido una vez más por la solemnidad que intento llevar por el campo.

El miedo me invade de nuevo, somos paso a paso acercados hasta quedar, una vez más, frente a frente. El impulso de correr pasa por mí deseoso, al tiempo que se ve contrariado por lo imposible de mi pretensión. La ironía retorna con el saber que los caballos que he conocido, incluyéndome, se les impide la libertad que caracteriza a los normales. Eso aquí no pasa de ser un anhelo innombrado.

Aquí estamos de nuevo, todo sucede exactamente igual. De repente, veo con calma que no soy tocado, que esta vez es ella levantada pasando sobre mi ahora tranquilo cuerpo de roca… Moriré como debe morir un caballo solemne: feliz de devolverle la justicia a quien lo merece. La ironía ya no está presente, solo una limpieza infinita en mi conciencia. La última partida que jamás jugaremos: disfrútala mi amada, todo ha vuelto a ser como debe.



Fabiola Ferrero