Abrimos las puertas del Hotel
Montparnasse para darnos paso hacia la Torre Eiffel. La temperatura bajó unos
10 grados con solo salir a la calle, pero el ritual de cubrirse con 4 capas de
ropa se invirtió al entrar al Metro. El subterráneo estaba algo sucio, con
publicidad de películas en todas sus paredes
y lleno de personas caminando a toda prisa.
Pasamos las estaciones de pie
aguantando el calor bajo los cuellos de tortuga y botas de invierno. De vez en
cuando, también, dejábamos de respirar por varios segundos mientras pasaba una
ráfaga que cortaba el aire desde la axila de algún caminante directo a nuestras
narices. Dicen que por el frío, la ducha agarra polvo en invierno.
Era temprano aún. Paramos en una
pizzería donde debías esperar anotado en una lista –sí, en el primer mundo
existen las colas-.
- Esperen que vale la pena. Es
bueno.
El primer venezolano que
encontrábamos –ese día- paseando por París. En días anteriores habíamos reconocido
a otros por el uso de palabras como “Coñoesumadre” y “no seas webón” que se
escurrían entre el bululú de personas atropellándose entre ellas.
***
En la grama que rodeaba la torre
ya se encontraban cientos de personas en ánimo de picnic. La mayoría con botellas
en mano, echadas en el piso recibiendo gotitas como de spray que caían del
cielo. Las caras rebotaban las luces
intermitentes del monumento que comenzaban su tintineo cada media hora. El frío se acentuaba a medida que caía la
lluvia y la incertidumbre crecía para vivir en persona lo que todos los años ves
en televisión: una gigantesca celebración en una de las ciudades más
importantes del mundo. Millones de fuegos artificiales y gritos desenfrenados.
La Torre Eiffel titiló de nuevo a
las 12. La euforia se apoderó de un río de gente. La llegada del 2013 se colmó
de gritos bajo un cielo que lloraba aún. El sonido ensordecedor se acompañó con
parejas dándose un beso bajo la lluvia, grupos enteros dando vueltas abrazados,
niños que saltaban de emoción. Todos los
idiomas iban y venían repitiendo la misma frase.
Pocos minutos después se calmaron
los gritos. Los fuegos artificiales nunca tocaron el cielo –ahora están prohibidos-. El
río empezó a moverse, la gente se retiraba mientras que el agua se apoderaba con
más fuerza de la ciudad. Una masa de gente trataba de entrar por una puerta de
dos metros que los separaba de la
estación de Metro más cercana. Los pies parecían elevarse dejando el cuerpo a
la deriva. Los brazos estaban inmovilizados, apuntaba la nariz hacia arriba
para poder respirar mientras la señora que me precedía golpeaba a otro con un
paraguas, en un intento desesperado de defender a su hija. La niña se cubría la
cara con los brazos y se resguardaba en las piernas de la madre, que maldecía
en francés.
- ¡Vámonos de aquí! –Gritaba mi
mamá tratando de salir de la corriente que nos llevaba sin esfuerzo.
Con la sensación de encierro
recién abandonada y los gritos de fondo, nos fuimos calle arriba siguiendo el
tren que pasaba por encima. La escena se repitió en las siguientes estaciones,
mientras las gotas seguían golpeando nuestros abrigos haciéndolos más pesados. Las
luces y la decoración compartían escenario con personas que caminaban
balanceándose. Las aceras hacían espacio para charcos. Las botas se empapaban
con ellos.
El segundo grupo de venezolanos
apareció. Un hombre nos saludaba con una
niña que lloraba montada en sus hombros, buscaba a su mamá. Al aparecer, el
hombre –que vivía allí- nos presentó como “otros venezolanos”.
- Coño, menos mal que las vainas
están jodidas allá. Esto está lleno de venezolanos… ¡Y dicen que no hay rial!
Su cordialidad fue bien recibida
y continuamos el recorrido en busca de un taxi. El subterráneo había colapsado
por la cantidad de gente. Un paraguas moribundo intentaba de forma inútil hacer
su trabajo y nosotros, perdidos en París, caminábamos sin estar muy seguros de
dónde estaba nuestro hotel. “Queda muy cerca de la torre”, nos había dicho el
encargado.
***
El reloj marcaba las 2 de la
mañana. Nos detuvimos en un mapa que exhibía una de las plazas de la
ciudad. En él, un botón rojo marcaba “subir”
o “bajar”. Al presionarlo, tres jóvenes que también se veían perdidos, se sorprendieron.
- Coño, este sabe su vaina –dijo uno
al ver que el mapa se movía y dejaba ver
la ciudad completa-
- ¡Epa! ¡Otro venezolano!
Nos reconfortamos temblando de
frío con incredulidad por la “roncha” que todos estábamos pasando. Nos
despedimos y continuamos el maratón húmedo y helado en el que participábamos. Nuestros
cachetes –y dedos- congelados hacían contraste con el calor que tenían algunas
partes del cuerpo por la larga caminata.
El reloj marcaba más de las 3 de
la mañana. Una brisa dejó ver el esqueleto del paraguas que, finalmente, se
rindió. Su vestido negro se había despedazado y la estructura metálica que lo
sostenía quedó en la basura. A pocos metros veíamos, por fin, algo conocido.