Después
de 37 años sembrando árboles, Armando Báez hoy se deleita con sus frutos
Con andar contoneado, Báez reparte saludos por las calles de La Florida. Pasadas las seis de la tarde, el guardabosque y su grito de “¡amiga!” se resguardan en su nueva casa: El Porvenir, parque inaugurado por PDVSA La Estancia hace pocas semanas
Con andar contoneado, Báez reparte saludos por las calles de La Florida. Pasadas las seis de la tarde, el guardabosque y su grito de “¡amiga!” se resguardan en su nueva casa: El Porvenir, parque inaugurado por PDVSA La Estancia hace pocas semanas
Un
hombre con lentes oscuros le da la mano a un niño que corría en interiores chorreando
destellos. Viene de jugar en la fuente. Voltea y repite el proceso dejando
colar unas cuantas gotas en la mano de su siguiente visita. Se baja los lentes
hasta la nariz.
—No me digas nada, tu
carita lo dice todo. A ti te hablaron de mí.
El
guardabosque exhibe cabellera blanca y una esfera plateada en su oreja derecha.
El apodo de El duende fue otro regalo
de la doctora Beatrice Sansó de Ramírez, gerente de PDVSA La Estancia, quien
inauguró el parque a principios de noviembre.
—Yo construí este
ecosistema—cuenta
explicando la razón del sobrenombre.
Báez
vivió en su casa hasta los 14 años. Después de eso, encontró colcha en la calle
y familia en la naturaleza.
—Yo los sembré y los
recogí también. De la basura. La gente los bota solo porque se quebró el pote.
—Quería
salvarlo.
—Por supuesto. Es una
vida diferente, pero nace, crece, se reproduce y muere. Igual que tú, igual que
yo.
—Parece
su historia.
—¿Y por qué no?
—¿Cree
que es como ese árbol? ¿Que lo dejaron así en la calle?
La
pregunta queda suspendida en el aire por unos segundos. El duende rompe el silencio.
—La única diferencia es
que a mí no me recogió nadie.
Comparte
habitación con sus niñas: Abril, Mayo, Junio y Julia, aunque este último es un
nombre poco elegante para su cuarta gata, así que lo cambia por Chanel. Entre tantos árboles y mascotas,
el corazón de Báez no se da cabida.
—Esto aquí es un ardor
de fuego—dice con las manos en
el pecho. No habla de pasión. El duende
está recordando uno de sus cuatro infartos.
—Mi corazón se abrió en
varias oportunidades para que cupieran todos—cuenta
sonriente. También su cerebro se ha “abierto” para que sus ideas fluyan. Dos
ACV están registrados en su historia clínica del Hospital Vargas. Aún recuerda
la enfermera que lo limpió.
—Es el primer amor de
mujer que he tenido.
Pero
el amor no está en todas partes. Nunca un vecino lo ha montado en su carro para
llevarlo a la clínica por miedo a que quede inerte en su asiento y no vuelva a
despertar. Se quedan ahí, lo acompañan, lo ven de cerca y le toman la mano.
Luego llaman a la policía para que resuelva su traslado.
—¿Eso
le molesta?
—No, tengo que
aceptarlo. Yo no me he quedado en eso, me pasó y me pasó. Todo en su santo
lugar, así soy yo por dentro y por fuera. Y más adentro igualito.
El
orden se ve en su guardarropa, se siente en el aroma a jabón de su sala y se
oye en el silencio que lo rodea. El guardabosque no tiene pareja, tampoco busca
una, pero abre espacio entre sus relatos para alguien que siempre lo acompaña.
“La Biblia dice…” es una frase que empotra con el resto cada par de minutos.
—Soy uno de los elegidos—toma aire para
continuar, pero se detiene y solo suspira—Sí.
—¿Elegidos
para?
—No sé—espera que la
incertidumbre se aclare más adelante. Cincuenta y ocho años no le han dado la
respuesta.
—Yo tengo que estar como
el scout, siempre listo.
Suena
sin aviso una música aguda.
—Me encanta cuando suena
mi teléfono.
—¿Por
qué?
—Porque sí—ve la pantalla del
celular y levanta de nuevo la mirada—porque
alguien se acuerda de mí.
—¿Quién
se acordó ahora?
—Rebeca, mi odontóloga.
Y
se escapa de nuevo una risotada que trata de escaparse por la vena de su frente.
Muestra sus dientes al tiempo que enseña sus cortinas “de confección propia” y
expone todos los muebles de su nuevo hogar. Pero de a ratos le da descanso a la
sonrisa y con pequeñas lagunas en sus ojos marrones deja ver una seriedad que
esconde.
—Ya voy llegando—repite en voz alta lo que lee
en la pantalla.
Mientras Armando Báez se dispone a recibir a
su odontóloga, enumera a todos los personajes de PDVSA que se han sentado en su
sala, cuida no despertar a su familia peluda y recuerda el anterior patio de
tierra hoy convertido en un piso de madera.
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