19 nov 2012

Personajes de Caracas: el que arregla los muertos

"A mi me traen difuntos, yo saco 'dormidos'"

Un hombre vestido de negro sale con un Glade en su mano. “¡Esa oficina huele a ataúd! ¡Lo que falta es que echen formol!” Se percata de mi presencia que lo examina, deja el ambientador  y entra de nuevo al cuarto de donde salió junto con las risas de sus compañeros que no paran.

La salita de espera es todo lo que puede esperarse de una funeraria: poca iluminación, muebles de cuero negro, mesitas de madera oscura decoradas con curvas góticas, vitrales como de iglesia y un florero en el centro con la marca de un líquido que estuvo hace mucho tiempo ahí, seguro acompañado de flores que nunca fueron reemplazadas.

Aparece de repente un hombre moreno y delgado de 50 años con un diente de plata, folklórico, simpático. Lleva el mismo uniforme que el resto de quienes trabajan en La Vallés: una camisa blanca, pantalón de gabardina negro, chaleco y corbata del mismo color.

El hombre que llegó buscando trabajo como conductor y terminó siendo tanatólogo comienza a hablarme con naturalidad de su día a día. Se pone los guantes y la careta, les inyecta formol, les arregla sus facciones, los maquilla y los viste –si hace falta, recorta la ropa y hace aparentar que le queda perfecto-. “Es un trabajo normal” dice, pero al fluir la conversación ambos vemos que no es tan así.   

La primera vez que Wilson preparó a un difunto (hace 12 años) no podía comer.

-          - Me sentía así como… (se toca las manos y pone cara de incomodidad) raro, era una señora. La mataron sin culpa. De un tiro en la femoral y falleció.  No era para ella la bala. Compré un refresco para tratar de comer, pero no pude.

Ama su trabajo, siempre quiso hacerlo y hoy hace como si fuese el trabajo perfecto. Hasta que recuerda lo que no le gusta.

             - Que uno trabaje aquí no significa que uno no sienta.

 Dice sonriendo, se queda silencio y pensativo, pero con una mirada que muestra dolor por los bebés que llegan y que él debe preparar para sus familiares.  

-                - Las criaturitas a veces llegan sin tener un mes de nacido, si llega alguien mayor que ya ha vivido es distinto… ojala ellos vivieran mucho también, ¿verdá? Me dice con cara nostálgica.


Entre fantasmas producidos por los nervios y mitos funerarios, Wilson lleva consigo historias de muchas personas que llegan a él cuando ya son –me dice- “seres indefensos que merecen respeto”

-               - Vivo te defiendes. Pero un finado ya qué hace… ¡nada! Ya ese se tiene que ir a donde te digo… pa’ arriba. Bueno, pa’ arriba o pa’ abajo, depende (se ríe).  Yo le doy el mismo cariño a todos.

Aunque a su esposa, seguramente, le dio más cariño cuando le tocó prepararla.

-            -¿Fue muy difícil?

Se queda en silencio, se hace una pequeña laguna en sus ojos oscuros y deja mostrar su diente de plata en una media sonrisa. Respira profundo.

-          - No quería que nadie la tocara. Yo mismo pedí prepararla.

A su tía también la preparó, aunque esta vez porque nadie más pudo hacerlo y llegó a sus manos una de las personas que él más quería y que, rindiéndose al trabajo, terminó arreglando.

Nos interrumpe una llamada de su madre. Al colgar me dice:

-          - Yo tengo que darle todo ahora porque cuando se muera ni me va a llamar ni me va a atender, ¿pa’ que quiero yo eso? ¿te tienes que ir de viaje?  Toooma platica. Porque ¿ya qué más? Si no se lo doy me queda eso a mi… ¡Cónchale, me pidió esto y no se lo di!

-          - A mi me pasó…

-         - Ah bueno, ¿quién te manda? ¿Ej o no ej? Uno dice “¿por qué no lo hice si era tan fácil?”

Es un hombre que ríe mucho, pareciera que estar rodeado de cadáveres no le afecta.

-         - A mi me traen difuntos,  pero yo saco dormidos.

Y comenzamos a pasear por la funeraria. Enorme, hermosa. Llegamos a “la mata del bien y el mal”, un adorno mitad blanco y mitad negro con guindajos de cada lado.

-          - Dicen que si la mueves traes difuntos. Pero yo no creo en eso.
-          - ¿No?
-          - No, no creo… pero tampoco la voy a tocar.

Y suelta una carcajada que comparto con él. Nunca ha visto que nadie la toque (ni cuando la limpian) y prefiere prevenir. Seguimos caminando, echando broma, riéndonos. Llegamos a una salita pequeña donde una vez otro tanatólogo preparó a mi nonna, hay un ataúd cerrado, lo abre y me muestra un abuelito con cara de tranquilidad.

-          - ¿Ves? Está dormido- me dice

Pasamos capillas llenas, otra recién desocupada con rastros de pétalos en el suelo, personas silenciosas observando por última vez a un ser querido. Otros rezan a viva voz para la paz de su alma. Otros sollozan recostados en las paredes. Wilson camina con naturalidad entre ellos. Me despido agradeciéndole en la salida de la funeraria.

-          -Siempre a sus servicios – me dice

-          - ¡Espero no necesitarlos pronto!

Me muestra una última vez su diente plateado, se da media vuelta y va a dormir al siguiente invitado.

1 nov 2012

El tanque


Entre tantos juguetes inventados (las cajas de cartón, los tubos de papel absorbente, los protectores hechos de pelotitas de aire) nuestro favorito era el tanque. Mis dos hermanos y yo nos dábamos a la tarea de trancarlo para nuestra diversión. Tres niños despeinados buscando pleito a las señoras del edificio. La mejor infancia.

El patio trasero era todo de cemento. No era ningún jardín lleno de flores. La colina que tenía tampoco era de grama para lanzarse dando vueltas, sino del mismo material que el resto. Todo  gris, incoloro, lineal. Las hojas caídas de los árboles, sin embargo, le daban el tono perfecto al lugar.

No importaba la época del año, ahí estábamos Jose, Juan y yo llenando el tanque de esas hojas caídas, a ver cuánto tiempo flotaban antes de hundirse. Juan era el mandamás, yo lo seguía para todas partes (es el mayor y claro, lo imitaba en todo). Hoy Juan está muy lejos para seguirlo.

Juanma, como muchos, se fue de Venezuela. No lo culpo, jamás lo haré, pero cómo me ha hecho llorar cada vez que trato de escribir esto. Cuando cumplo años y no está, cuando peleo con Jose y no hay quien me defienda a mi o a él. Europa me trajo a mis abuelos… pero se robó a mi hermano. Dando y dando, ¿no?

En esos años escuchamos muchos gritos, de todas las señoras del edificio… (¡Y eso que nunca me metí a nadar, como siempre quise!) Pero los gritos eran diploma de diversión. Lo mismo pasa hoy: En el Skype es todo el tiempo una gritadera para escucharnos, así que sin ellos, no nos divertimos.

Aquí en la casa que dejó ya no tenemos el tanque, pero hay un faro que hace ruido…  Lo podemos callar a golpes juntos, si algún día quiere volver.

@FabiolaFerrero

Juan y yo en el tanque