La tortuguita asomó su cabeza a pocos metros de
nuestra lancha. Aunque no nos pudimos acercar mucho, me emocioné de ver a esa
concha verde oscura asomarse entre tanto azul. “¡A esas las matan cuando hay
fiestas!” me corta la nota por completo el lanchero. Y arranca a enseñarnos el
resto de las islitas.
Los Roques es un cristal derretido. El agua te llega a
las rodillas así camines por un buen rato, mientras toma tonos azulados y
verdosos. La calma es tanta que si hablas en voz baja te pueden escuchar
perfectamente a 100 metros. La arena blanca parece talco de lejos y el mar,
cual plato, deja que nades en él como si fuera una piscina.
Un paraíso total… pensé yo. “Ni tanto, es bueno por un
ratico” dice quien maneja la nave flotante de madera. Otra vez cortándome la
nota. Yo me dedico a saltar de la lancha cada vez que se detiene en los
distintos “Squí” (Madrisquí, Rasquí, Francisquí).
Para mi es increíble, ¿qué querrá decir él con “sólo
un ratico”?
- “Es muy tranquilo” me dice. Como si para un
caraqueño la tranquilidad fuera algo malo.
- “¿Qué te falta? ¿Tráfico?” Le pregunto
irónicamente.
- “Coño, sí. Que le menten la madre a alguien de
vej en cuando”.
Me sonó lógico su punto, pero él continúa:
-“¿A quién chocas acá? ¡Es muy jodío chocar en el mar!
Además, siempre ves las mismas caras”
¿Y los turistas? Pensé yo. Son 100 caras distintas por
día. Pero entendí lo que quiso decir. Estar informado también es difícil,
porque –cosa que no sabía- aquí no venden periódicos. Ni uno. Aunque para mí,
eso lo hace aún más perfecto.
Así pasé los dos días siguientes: En un calor
inclemente, el sol no se esconde ni un segundo y el único refugio son los
tolditos en la orilla que a eso de las 12, no son tan eficientes.
Estoy sudando como loca, me pongo el sombrero y al
rato me lo quito porque me da más calor, y me meto repetidamente al mar que, al
menos, es bien frío. Las gotas de agua cuando salgo se confunden con las gotas
de sudor. Debo estar bien saladita.
Resulta que en ninguna de las islitas hay baño, mi
estómago se retuerce, me castiga más que el calor… me pone la piel de gallina. No
puedo parar de ver el reloj, que vengan ya a buscarnos… Duele, duele mucho. “Tocará resolver” pienso,
y no pude evitar darle un poco la razón al lanchero.
A pesar de todo, tres días después de mi llegada,
sigo diciendo: “Yo pudiese vivir aquí”, porque como escuché a otro visitante
“Es tan bello que no parece Venezuela”. De repente, me siento de nuevo en mi
país. En un segundo la belleza de Los Roques quedó a oscuras… es que se fue la
luz. Está bien lanchero, tú ganas.