28 ago 2012

American dream - Por Kevin Schepmans



             Había dejado de contar. Le importaba poco si era lunes o jueves. Tomás Sánchez vivía días tumultuosos en Caracas, a finales de la década de los noventa.

Recién liberado tras perder 8 años de su vida en prisión, sentía que no se había perdido de nada, porque su situación era igual a la que vivía antes de caer bajo los barrotes. Sin dinero, con una familia que mantener, y un futuro incierto, le llevaron a tomar decisiones; decisiones que le darían un vuelco a su vida para bien o mal.

La travesía empezó en un avión que deja Venezuela con destino a la isla de Aruba, con escalas inciertas, pero con un destino en mente;  Estados Unidos de América. El primer mundo, donde se le abren las puertas a todos y donde todos tienen una segunda oportunidad, un futuro mejor.

Con pasaporte falso, porque tenía prohibición de salida del país, no podía tomar un avión directo a los E.E.U.U ya que no tenía visa de turista, entonces se embarca rumbo a Colombia, pasando por Centroamérica hasta llegar a México. En el D.F toma otro transporte que lo lleva hasta Hermosillo, ciudad capital del estado de Sonora, al norte del país, bordeada por uno de los desiertos más secos del mundo. Desde allí toma un autobús que lo traslada hasta un pequeño pueblo llamado Aguaprieta, cerca de la frontera, en donde empezaría la real aventura.

Debía encontrarse con un personaje recomendado por uno de sus amigos, de nombre, Ali, al que llamaban el chicano, que lo ayudaría a cruzar la frontera sin ser atrapado por la policía fronteriza americana.

Tomás, sin conocer a nadie a su llegada al pueblo, se percata de lo que este significa: El pueblo vive de la industria de migración ilegal. Son cientos de miles los que pasan por este pueblo buscando la ayuda de los guías que facilitarían el cruce de la frontera, mejor conocidos como los “cachalotes” para buscar una mejor vida.

Gente de todas las procedencias de México se encuentran amontonadas en los paupérrimos hoteles del pueblo, la mayoría duerme en las escaleras, y Tomás intenta buscar al chicano en el primer hotel que ve, cuando justo al entrar es apuntado por hombres armados.

Se extrañan al preguntarle sobre su procedencia, ya que casi nunca un extranjero pasa por allí. Tomás ni se inmutó, porque tras vivir la realidad más cruda en Venezuela, esto más bien era como un largometraje de Hollywood.  Allí conoce a uno de los jefes de la industria, Chullín, y en poco tiempo de conversación, entablan una buena relación que a la postre lo ayudaría… y mucho.

                El hombre mexicano, a pesar de todo, era un hombre de valores. Infundía respeto. Tomás lo observó en el resplandor de sus ojos y sabía que, sin conocerlo, debía confiar en él. Este personaje se encarga de alojarlo en su hogar, y a los pocos días, conecta a Tomás con un grupo relativamente reducido que cruzaría la frontera.

Parten de madrugada, y en camionetas con las luces apagadas ya que “desde el cielo nos ven” y tras un corto trayecto de cuarenta minutos, llegan al muro. Apenas cruzan, el grupo es interceptado por helicópteros y patrullas de policía. Tomás es detenido y llevado a la estación del servicio de patrulla fronteriza para ser registrado en la base de datos. Los gringos lo interrogan, le explican que él estaba violando leyes federales y deciden enviarlo de regreso por donde vino. Esa misma noche son devueltos a territorio mexicano y, a pesar de que los “gringos” los vigilaban, Tomás y los muchachos decidieron cruzar de nuevo, sin éxito.

El problema de la inmigración en los E.E.U.U es un tema complicado, porque son millones los indocumentados que, desde distintas visiones de análisis, mantienen la economía de este gran país rodando y, a su vez, le restan oportunidades de trabajo a los nativos. La política del país ha debatido sobre qué tipo de leyes se deben implementar y esto ha traído una polémica que esta lejos de terminar.

La perseverancia es un factor incalculable para alcanzar una meta. Tomás, habiendo nadado tan lejos, no iba a dejarse morir en la orilla y por tercera y última vez, cruza la barrera hacia un horizonte nuevo.

 Camina junto a los otros, alrededor de 100 kilómetros en la penumbra de la noche, por un desierto árido y hostil, evadiendo cualquier clase de peligros hasta llegar a Tucson, Arizona, donde su amigo Ali no sólo le esperaba, sino que también le esperaba una nueva oportunidad de redimirse con la vida, en un país que proyectaba una imagen. La imagen del sueno americano.


POR KEVIN SCHEPMANS. (@Kevin9208)

15 ago 2012

Todasana: Pescado y tostones.



Entre las curvas interminables se asoma una inmensidad azul que te deja sin aliento y te deja indeciso entre el miedo que provoca la altura de la carretera y las ganas de lanzarte de un chapuzón a la celeste fábrica de brisas.

Kioscos de madera, restaurants con 3 opciones de platos –todos de pescado- y el extinto “Museo de la verdad” de Luis Kafella, albergan entre ellos trozos de infancia que aunque son típicos en todos los pueblos de Venezuela, los encuentro realmente peculiares.

Los “aislados” pueblerinos me muestran sus niños morenos, en interiores, con la panza “pa’ fuera”, descalzos y sin miedo a caminar entre insectos -valentía que no yo no tengo- y con toda su diversión encharcada en un río y en un deporte comiquísimo: pescar cangrejos. Me sentí menos aislada que nunca.

“Yo ya no puedo volver a la ciudad”, nos dice el surfista encargado de nuestra posada que fue vomitado por San Antonio para dejarlo en este rincón de paz. Su cara siempre sonreída, barbuda, bronceada, cabello largo y aspecto descuidado pero no tanto, acompañado por el torso casi siempre desnudo (como los niños del río) me cuentan que aquí ni la ropa hace mucha falta. Más bien, sobra.

Pienso que yo también quisiera tener esa vida, pero que tal vez, necesitaría algo más que pescado para mantenerme feliz. Pescado y tostones por todas partes. No podría.

Después de unas cuantas olas y también unas caídas –que bastante gracia le causaron al surfista de la zona- nos retiramos pasando los puentes de colores y viendo de nuevo la misma carretera con vista al mar que, luego de 3 días, ya se sentía como nuestro patio.

El sol inclemente que vamos dejando atrás abre paso al clima lluvioso y deprimente de Caracas mientras las matas descuidadas tapaban el camino que –celosamente- quería seguir tendiendo para mí por unas horas más.

Ahí se quedan, aisladas, las barriguitas parasitadas, pidiendo peaje, disfrutando lo “poco” que Todasana tiene: mucha tierra, agua y viento. Más que suficiente.

Fabiola Ferrero

1 ago 2012

Yo también quiero un mejor amigo


En el colegio, todos tienen un mejor amigo o amiga. Ellas van juntas al baño. Ellos juegan fútbol en los recreos. Un bando critica al otro por ser niños y estos a su vez los critican por ser niñas. A esta edad, es distinto. Hoy me doy cuenta que si quiero tener un mejor amigo tiene que ser más peludo que los de antes.  

Eso del bendito “mejor amigo” me creó un vacío existencial desde que soy pequeña, y sólo va a desaparecer –como dice mi mamá- “cuando viva bajo mi propio techo”. Yo quiero un perro. Uno chiquito, tipo un San Bernardo, para que no haya rollo en el apartamento.

Como todo vacío, tiene que ser llenado con algo. Yo lo hago jugando con los perros de otros. Voy al Parque de Vizcaya, paseo como quien está ahí de casualidad… y empiezo mi jornada criminal: los voy llamando a todos, sentada en un banquito, esperando que alguno caiga.

Ajá, un rotweiller. Se me acerca como sonriendo y lleno de baba, se deja acariciar mientras le hablo como si tuviera algún tipo de retraso, pero no dura mucho, está persiguiendo perros chiquitos. “Salió pedófilo el negrito” le digo a mi novio mientras nos reímos de los poodles que se asustan cuando aquellos perrotes gigantes se les acercan.

Así voy coqueteando con todos mis mejores amigos… imaginarios, me usan por medio minuto de caricias y luego me dejan sola para perseguir a una perra. Irónica la vida.

En ese sufrimiento de querer lo que no es mío, se acerca una perrita hermosa. No por su pelaje, ni por su raza, ni por su prestancia al caminar. Todo lo contrario, era una Huskie albina sin un ojo, con cicatrices en todo su cuerpo, caminaba cojeando y al llamarla, no me responde. “Es sorda”, me dice el dueño.

“¿Cómo se llama?” le pregunto mientras  la alcanzo para acariciarla, cosa que fue fácil, dado que no podía correr. “Luna” me responde. Sale a flote un instinto maternal de lo más raro que me hizo querer cargarla y llevármela a mi casa. Empiezo de nuevo a tratarla como una bebé de 3 años. “¡Hola guaapaaaaa!, qué bella eres!”. Y así sigo mi monólogo, ignorando que esta peluda, parecida al perro volador de “La historia sin fin” no podía escucharme.

Me quedo filosofando sobre la vida, los amigos que tuve y cómo ninguno de ellos fue tan paciente como se veían todos los perritos que tenía cerca, calándose a sus dueños. Y que capaz, cuando viva “bajo mi propio techo” yo también pueda tener una Luna.

Me despido del dueño y de la perrita, me volteo más segura aún de que yo también quiero mi mejor amigo. Al rato, también ella  –cojeando- sigue su camino.


Imagen tomada de 101razasdeperros.com