18 jul 2012

Meditando en plena Caracas



Por Fabiola Ferrero



Eran pasadas las 6 de la tarde, yo iba sin pausa pero sin prisa entre el sonido incesante de las cornetas que se ligaba con un hermoso atardecer naranja. Entré al Museo del Transporte. Aún no entendía bien… ¿De verdad es aquí donde tengo que estar?

No estaba nerviosa, pero sí con muchas ansias, entré en un cuarto enteramente blanco, lleno de personas, con pétalos de rosas rojas y amarillas en el suelo. El olor intenso a incienso y frutas y el Buddah en la cabecera de la habitación hizo que se me quitara cualquier duda: “Sí, estoy en el sitio correcto”.

Como si hubiese sido a propósito, para crear una metáfora de mis conocimientos del budismo, quedé sentada a la derecha de un moreno que –según le escuché decir- es nuevo en esto, y del otro lado uno lleno de guindajos y anillos del Om Mani Padme Hum.

Pensé que si no hubiese perdido los míos, tal vez alguien también estaría pensando que sé mucho de esto.

Mi pensamiento se interrumpe por una cabeza calva que se asoma, de tono almendrado, con una túnica amarilla y una sonrisita de lo más cuchi. No podía creer que tuviera tan cerca a aquella lumbrera morena. Me siento como viendo en vivo un documental de NatGeo. Sí, estoy con un genuino monje tibetano. No pude evitar decir en voz alta “Esto es increíble”, mientras el de al lado se reía de mi reacción inocente.

En ese momento, como embobada, no pude más sino verlo fijamente, volteé y noté que todos hacíamos lo mismo, nos reíamos de su acento pero prestábamos una atención que nunca le he dado a ninguno de mis profesores. Era algo en él… Eso que llaman su “vibra”: imponente, pero nada agresiva.  Después de hablar un rato, llegó lo que quería: la meditación. Estaba emocionada.

Él comenzó, por supuesto. Meditó el mantra Om Zam Bala Zalen Dhraye Soha, aunque  lo hacía sin mover sus labios, mientras tocaba un instrumento parecido a una mandolina. En eso los ojos de todos se hicieron tan pesados que no pudimos más que dejarnos llevar por la vibración que ahora estaba en todo nuestro cuerpo.

La energía del cuarto de volvió densa, no podíamos salir de ella mientras la voz del monje estuviera acoplada con la nuestra. La vibración se sentía en la cara, en los oídos, en las manos, en el abdomen. La garganta me palpitaba rápidamente con el canto del mantra, los brazos los tenía flojos y la respiración, tan normal, se volvió un acto consciente. Sentía el aire entrar lentamente a mis pulmones, lo oía en mi interior y lo dejaba soltar recitando.

Esa meditación que tantas veces he hecho en mi cuarto, en mis clases de yoga y en la orilla del mar, eran juego de carritos al lado de este sonido que se sentía en la piel de todos, en esa energía de la que era imposible escaparse si estabas allí. Así seguimos por varios minutos, difíciles de calcular mientras estás en esa tembladera con un ruido tan hipnotizante.

Abrimos los ojos. Volteo para ver si algún tramposo ya los tenía abiertos… Pero nada. Todos nos veíamos como despertando de un sueño profundo, apenas dándonos cuenta de que seguimos en ese cuarto blanco, lleno de gente desconocida. Siento de nuevo el olor a incienso, como si por esos minutos, hasta eso hubiese desaparecido.

Ahora sí, regreso a casa en una noche bastante fría para ser Caracas, y bastante calmada para lo que estoy acostumbrada. ¿O la calmada soy yo? En fin, me fui, tranquila, en paz, sonriente… pensando que esa entrada que me gané en Twitter, va a ser un premio difícil de superar.


Imagen tomada de portubienestar.blogspot

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