Por Fabiola Ferrero
Eran pasadas
las 6 de la tarde, yo iba sin pausa pero sin prisa entre el sonido incesante de
las cornetas que se ligaba con un hermoso atardecer naranja. Entré al Museo del
Transporte. Aún no entendía bien… ¿De verdad es aquí donde tengo que estar?
No estaba nerviosa, pero sí con muchas ansias, entré en un cuarto enteramente blanco, lleno de
personas, con pétalos de rosas rojas y amarillas en el suelo. El olor intenso a
incienso y frutas y el Buddah en la cabecera de la habitación hizo que se me
quitara cualquier duda: “Sí, estoy en el sitio correcto”.
Como si
hubiese sido a propósito, para crear una metáfora de mis conocimientos del
budismo, quedé sentada a la derecha de un moreno que –según le escuché decir-
es nuevo en esto, y del otro lado uno lleno de guindajos y anillos del Om Mani
Padme Hum.
Pensé que si no
hubiese perdido los míos, tal vez alguien también estaría pensando que sé mucho
de esto.
Mi pensamiento
se interrumpe por una cabeza calva que se asoma, de tono almendrado, con una
túnica amarilla y una sonrisita de lo más cuchi. No podía creer que tuviera tan
cerca a aquella lumbrera morena. Me siento como viendo en vivo un documental de
NatGeo. Sí, estoy con un genuino monje tibetano. No pude evitar decir en voz
alta “Esto es increíble”, mientras el de al lado se reía de mi reacción
inocente.
En ese
momento, como embobada, no pude más sino verlo fijamente, volteé y noté que todos
hacíamos lo mismo, nos reíamos de su acento pero prestábamos una atención que
nunca le he dado a ninguno de mis profesores. Era algo en él… Eso que llaman su
“vibra”: imponente, pero nada agresiva. Después de hablar un rato, llegó lo que
quería: la meditación. Estaba emocionada.
Él comenzó,
por supuesto. Meditó el mantra Om Zam Bala Zalen Dhraye Soha, aunque lo hacía sin mover sus labios, mientras
tocaba un instrumento parecido a una mandolina. En eso los ojos de todos se
hicieron tan pesados que no pudimos más que dejarnos llevar por la vibración
que ahora estaba en todo nuestro cuerpo.
La energía del
cuarto de volvió densa, no podíamos salir de ella mientras la voz del monje
estuviera acoplada con la nuestra. La vibración se sentía en la cara, en los
oídos, en las manos, en el abdomen. La garganta me palpitaba rápidamente con el
canto del mantra, los brazos los tenía flojos y la respiración, tan normal, se
volvió un acto consciente. Sentía el aire entrar lentamente a mis pulmones, lo
oía en mi interior y lo dejaba soltar recitando.
Esa meditación
que tantas veces he hecho en mi cuarto, en mis clases de yoga y en la orilla
del mar, eran juego de carritos al lado de este sonido que se sentía en la piel
de todos, en esa energía de la que era imposible escaparse si estabas allí. Así
seguimos por varios minutos, difíciles de calcular mientras estás en esa
tembladera con un ruido tan hipnotizante.
Abrimos los
ojos. Volteo para ver si algún tramposo ya los tenía abiertos… Pero nada. Todos
nos veíamos como despertando de un sueño profundo, apenas dándonos cuenta de
que seguimos en ese cuarto blanco, lleno de gente desconocida. Siento de nuevo
el olor a incienso, como si por esos minutos, hasta eso hubiese desaparecido.
Ahora sí, regreso
a casa en una noche
bastante fría para ser Caracas, y bastante calmada para lo que estoy
acostumbrada. ¿O la calmada soy yo? En fin, me fui, tranquila, en paz,
sonriente… pensando que esa entrada que me gané en Twitter, va a ser un premio
difícil de superar.
Imagen tomada de portubienestar.blogspot
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