Por Jorge A. Botti
Cementerio del Este. Caracas, Venezuela 13/7/12
No la ha visto. Tampoco la ha escuchado. Sin embargo, no descarta que suceda en algún momento.
Alexander Gómez tiene casi 6 años trabajando como guardia de seguridad en el Cementerio del Este y se considera uno de los pocos que podría soportar la noche en la zona de los crematorios.
Sin embargo, no siempre fue de esa manera. De 29 años, pero de apariencia mucho mayor, Gómez recuerda la primera vez que “montó puesto” en esta zona. “Estaba cagao” me confiesa. Compuesto por tres capillas y un cafetín, esta área, instalada en plena montaña, se presta para atemorizar a la gente: los faroles de luces amarillas crean una niebla que diluye la vista y los sonidos del bosque se confunden con aquello que los visitantes no quieren escuchar, pero que se mantiene incesante, acechando.
Parece un susurro detrás del oído. Es el sonido que emiten los hornos cuando están encendidos, dos de ellos para personas y otro para mascotas. “No dormí esa vez”, continúa Gómez. Después de quedarse solo, recuerda que se acomodó en las sillas del cafetín y pasó la noche en vela, atento. Pero en la madrugada escuchó algo.
Las chimeneas metálicas de los incineradores se contraen por el cambio de temperatura en las mañanas, suenan como si se les golpeara con un bate. Gómez aprendió esto con los años, a través de los cuales ha descartado otros temores hasta incluso ayudar en el proceso de cremación. Sin embargo otros miedos aun permanecen, sobre todo uno por encima del resto.
Una niña suele jugar por la zona. Desde antes de la llegada de Gómez, en el cementerio corre el rumor de la presencia de una jovencita de cabello oscuro y vestido rojo que pasea por el corredor que comunica la última capilla con el baño. La han visto correr y jugar con una pelota, además de escucharla reír y divertirse. Aseguran que falleció a los tres años por un accidente de tránsito y que su lápida se encuentra en la parcela más cercana a los crematorios.
“Ni he escuchado ni he visto nada, así que no puedo decir que es verdad”, dice Gómez. Sin embargo, cada vez que le pregunto por ella baja la cara asustado como si temiera que pudiera atraerla.
Arnulfo Carrero asegura otras cosas. De 50 años, tiene 4 trabajando como patrullero/supervisor de zonas en el cementerio y afirma que “de noche se oyen ruidos. Gente golpeando cosas. Una vez nos abrieron los grifos del agua, fuimos a cerrarlos y cuando salimos volvieron a abrirlos”.
Continúo incrédulo a la historia, nunca me han convencido las cuentos de fantastmas. Hasta que Carrero agrega: “Visitantes la han visto, pero no se dan cuenta porque hay mucha gente. Hay otros que ven a la niña sola cuando ya no hay nadie y preguntan: ´mira y esa niña que anda por ahí´?”.
El frío y los sonidos nocturnos me invaden. El aire pesa sobre mí mientras continúo preguntando por la niña a pocos metros de donde yace su supuesta lápida. La niebla me ahoga mientras escucho los crematorios encendidos. Recorre por mi cabeza la sensación de que justo hasta donde llega la luz tenue de los faroles hay alguien. No puede distinguir qué es. No puedo ver. ¿Qué es? ¿Me acerco?
Tal vez en otra ocasión. Gómez y Carrero me recomendaron que me fuera. Eso hice.
Jorge A. Botti
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