Entre las
curvas interminables se asoma una inmensidad azul que te deja sin aliento y te
deja indeciso entre el miedo que provoca la altura de la carretera y las ganas
de lanzarte de un chapuzón a la celeste fábrica de brisas.
Kioscos de
madera, restaurants con 3 opciones de platos –todos de pescado- y el extinto “Museo
de la verdad” de Luis Kafella, albergan entre ellos trozos de infancia que
aunque son típicos en todos los pueblos de Venezuela, los encuentro realmente
peculiares.
Los “aislados”
pueblerinos me muestran sus niños morenos, en interiores, con la panza “pa’
fuera”, descalzos y sin miedo a caminar entre insectos -valentía que no yo no
tengo- y con toda su diversión encharcada en un río y en un deporte
comiquísimo: pescar cangrejos. Me sentí menos aislada que nunca.
“Yo ya no
puedo volver a la ciudad”, nos dice el surfista encargado de nuestra posada que
fue vomitado por San Antonio para dejarlo en este rincón de paz. Su cara
siempre sonreída, barbuda, bronceada, cabello largo y aspecto descuidado pero
no tanto, acompañado por el torso casi siempre desnudo (como los niños del río)
me cuentan que aquí ni la ropa hace mucha falta. Más bien, sobra.
Pienso que yo
también quisiera tener esa vida, pero que tal vez, necesitaría algo más que
pescado para mantenerme feliz. Pescado y tostones por todas partes. No podría.
Después de
unas cuantas olas y también unas caídas –que bastante gracia le causaron al
surfista de la zona- nos retiramos pasando los puentes de colores y viendo de
nuevo la misma carretera con vista al mar que, luego de 3 días, ya se sentía
como nuestro patio.
El sol
inclemente que vamos dejando atrás abre paso al clima lluvioso y deprimente de
Caracas mientras las matas descuidadas tapaban el camino que –celosamente-
quería seguir tendiendo para mí por unas horas más.
Ahí se quedan,
aisladas, las barriguitas parasitadas, pidiendo peaje, disfrutando lo “poco”
que Todasana tiene: mucha tierra, agua y viento. Más que suficiente.
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