En el colegio, todos
tienen un mejor amigo o amiga. Ellas van juntas al baño. Ellos juegan fútbol en
los recreos. Un bando critica al otro por ser niños y estos a su vez los
critican por ser niñas. A esta edad, es distinto. Hoy me doy cuenta que si
quiero tener un mejor amigo tiene que ser más peludo que los de antes.
Eso del
bendito “mejor amigo” me creó un vacío existencial desde que soy pequeña, y sólo
va a desaparecer –como dice mi mamá- “cuando viva bajo mi propio techo”. Yo
quiero un perro. Uno chiquito, tipo un San Bernardo, para que no haya rollo en
el apartamento.
Como todo
vacío, tiene que ser llenado con algo. Yo lo hago jugando con los
perros de otros. Voy al Parque de Vizcaya, paseo como quien está ahí de
casualidad… y empiezo mi jornada criminal: los voy llamando a todos, sentada en
un banquito, esperando que alguno caiga.
Ajá, un
rotweiller. Se me acerca como sonriendo y lleno de baba, se deja acariciar mientras le hablo como si tuviera algún tipo de retraso, pero no dura mucho,
está persiguiendo perros chiquitos. “Salió pedófilo el negrito” le digo a mi
novio mientras nos reímos de los poodles que se asustan cuando aquellos perrotes
gigantes se les acercan.
Así voy
coqueteando con todos mis mejores amigos… imaginarios, me usan por medio minuto
de caricias y luego me dejan sola para perseguir a una perra. Irónica la vida.
En ese
sufrimiento de querer lo que no es mío, se acerca una perrita hermosa. No por
su pelaje, ni por su raza, ni por su prestancia al caminar. Todo lo contrario,
era una Huskie albina sin un ojo, con cicatrices en todo su cuerpo, caminaba
cojeando y al llamarla, no me responde. “Es sorda”, me dice el dueño.
“¿Cómo se
llama?” le pregunto mientras la alcanzo
para acariciarla, cosa que fue fácil, dado que no podía correr. “Luna” me
responde. Sale a flote un instinto maternal de lo más raro que me hizo querer cargarla y llevármela a mi casa. Empiezo de nuevo a tratarla como una bebé de 3 años. “¡Hola
guaapaaaaa!, qué bella eres!”. Y así sigo mi monólogo, ignorando que esta
peluda, parecida al perro volador de “La historia sin fin” no podía escucharme.
Me quedo
filosofando sobre la vida, los amigos que tuve y cómo ninguno de ellos fue tan
paciente como se veían todos los perritos que tenía cerca, calándose a sus
dueños. Y que capaz, cuando viva “bajo mi propio techo” yo también pueda tener una Luna.
Me despido del
dueño y de la perrita, me volteo más segura aún de que yo también quiero mi
mejor amigo. Al rato, también ella –cojeando-
sigue su camino.
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