1 ago 2012

Yo también quiero un mejor amigo


En el colegio, todos tienen un mejor amigo o amiga. Ellas van juntas al baño. Ellos juegan fútbol en los recreos. Un bando critica al otro por ser niños y estos a su vez los critican por ser niñas. A esta edad, es distinto. Hoy me doy cuenta que si quiero tener un mejor amigo tiene que ser más peludo que los de antes.  

Eso del bendito “mejor amigo” me creó un vacío existencial desde que soy pequeña, y sólo va a desaparecer –como dice mi mamá- “cuando viva bajo mi propio techo”. Yo quiero un perro. Uno chiquito, tipo un San Bernardo, para que no haya rollo en el apartamento.

Como todo vacío, tiene que ser llenado con algo. Yo lo hago jugando con los perros de otros. Voy al Parque de Vizcaya, paseo como quien está ahí de casualidad… y empiezo mi jornada criminal: los voy llamando a todos, sentada en un banquito, esperando que alguno caiga.

Ajá, un rotweiller. Se me acerca como sonriendo y lleno de baba, se deja acariciar mientras le hablo como si tuviera algún tipo de retraso, pero no dura mucho, está persiguiendo perros chiquitos. “Salió pedófilo el negrito” le digo a mi novio mientras nos reímos de los poodles que se asustan cuando aquellos perrotes gigantes se les acercan.

Así voy coqueteando con todos mis mejores amigos… imaginarios, me usan por medio minuto de caricias y luego me dejan sola para perseguir a una perra. Irónica la vida.

En ese sufrimiento de querer lo que no es mío, se acerca una perrita hermosa. No por su pelaje, ni por su raza, ni por su prestancia al caminar. Todo lo contrario, era una Huskie albina sin un ojo, con cicatrices en todo su cuerpo, caminaba cojeando y al llamarla, no me responde. “Es sorda”, me dice el dueño.

“¿Cómo se llama?” le pregunto mientras  la alcanzo para acariciarla, cosa que fue fácil, dado que no podía correr. “Luna” me responde. Sale a flote un instinto maternal de lo más raro que me hizo querer cargarla y llevármela a mi casa. Empiezo de nuevo a tratarla como una bebé de 3 años. “¡Hola guaapaaaaa!, qué bella eres!”. Y así sigo mi monólogo, ignorando que esta peluda, parecida al perro volador de “La historia sin fin” no podía escucharme.

Me quedo filosofando sobre la vida, los amigos que tuve y cómo ninguno de ellos fue tan paciente como se veían todos los perritos que tenía cerca, calándose a sus dueños. Y que capaz, cuando viva “bajo mi propio techo” yo también pueda tener una Luna.

Me despido del dueño y de la perrita, me volteo más segura aún de que yo también quiero mi mejor amigo. Al rato, también ella  –cojeando- sigue su camino.


Imagen tomada de 101razasdeperros.com




No hay comentarios:

Publicar un comentario