27 dic 2013

Año nuevo en París



Abrimos las puertas del Hotel Montparnasse para darnos paso hacia la Torre Eiffel. La temperatura bajó unos 10 grados con solo salir a la calle, pero el ritual de cubrirse con 4 capas de ropa se invirtió al entrar al Metro. El subterráneo estaba algo sucio, con publicidad de películas en todas sus paredes  y lleno de personas caminando a toda prisa.

Pasamos las estaciones de pie aguantando el calor bajo los cuellos de tortuga y botas de invierno. De vez en cuando, también, dejábamos de respirar por varios segundos mientras pasaba una ráfaga que cortaba el aire desde la axila de algún caminante directo a nuestras narices. Dicen que por el frío, la ducha agarra polvo en invierno.

Era temprano aún. Paramos en una pizzería donde debías esperar anotado en una lista –sí, en el primer mundo existen las colas-.

   - Esperen que vale la pena. Es bueno.

El primer venezolano que encontrábamos –ese día- paseando por París. En días anteriores habíamos reconocido a otros por el uso de palabras como “Coñoesumadre” y “no seas webón” que se escurrían entre el bululú de personas atropellándose entre ellas.


***


En la grama que rodeaba la torre ya se encontraban cientos de personas en ánimo de picnic. La mayoría con botellas en mano, echadas en el piso recibiendo gotitas como de spray que caían del cielo.  Las caras rebotaban las luces intermitentes del monumento que comenzaban su tintineo cada media hora.  El frío se acentuaba a medida que caía la lluvia y la incertidumbre crecía para vivir en persona lo que todos los años ves en televisión: una gigantesca celebración en una de las ciudades más importantes del mundo. Millones de fuegos artificiales y gritos desenfrenados.

La Torre Eiffel titiló de nuevo a las 12. La euforia se apoderó de un río de gente. La llegada del 2013 se colmó de gritos bajo un cielo que lloraba aún. El sonido ensordecedor se acompañó con parejas dándose un beso bajo la lluvia, grupos enteros dando vueltas abrazados,  niños que saltaban de emoción. Todos los idiomas iban y venían repitiendo la misma frase.




Pocos minutos después se calmaron los gritos. Los fuegos artificiales nunca tocaron el cielo –ahora están prohibidos-. El río empezó a moverse, la gente se retiraba mientras que el agua se apoderaba con más fuerza de la ciudad. Una masa de gente trataba de entrar por una puerta de dos metros que los separaba  de la estación de Metro más cercana. Los pies parecían elevarse dejando el cuerpo a la deriva. Los brazos estaban inmovilizados, apuntaba la nariz hacia arriba para poder respirar mientras la señora que me precedía golpeaba a otro con un paraguas, en un intento desesperado de defender a su hija. La niña se cubría la cara con los brazos y se resguardaba en las piernas de la madre, que maldecía en francés.

   - ¡Vámonos de aquí! –Gritaba mi mamá tratando de salir de la corriente que nos llevaba sin esfuerzo.

Con la sensación de encierro recién abandonada y los gritos de fondo, nos fuimos calle arriba siguiendo el tren que pasaba por encima. La escena se repitió en las siguientes estaciones, mientras las gotas seguían golpeando nuestros abrigos haciéndolos más pesados. Las luces y la decoración compartían escenario con personas que caminaban balanceándose. Las aceras hacían espacio para charcos. Las botas se empapaban con ellos.

El segundo grupo de venezolanos apareció. Un hombre nos saludaba con una niña que lloraba montada en sus hombros, buscaba a su mamá. Al aparecer, el hombre –que vivía allí- nos presentó como “otros venezolanos”.

   - Coño, menos mal que las vainas están jodidas allá. Esto está lleno de venezolanos… ¡Y dicen que no hay rial!

Su cordialidad fue bien recibida y continuamos el recorrido en busca de un taxi. El subterráneo había colapsado por la cantidad de gente. Un paraguas moribundo intentaba de forma inútil hacer su trabajo y nosotros, perdidos en París, caminábamos sin estar muy seguros de dónde estaba nuestro hotel. “Queda muy cerca de la torre”, nos había dicho el encargado.


***

El reloj marcaba las 2 de la mañana. Nos detuvimos en un mapa que exhibía una de las plazas de la ciudad.  En él, un botón rojo marcaba “subir” o “bajar”. Al presionarlo, tres jóvenes que también se veían perdidos, se sorprendieron.

   - Coño, este sabe su vaina –dijo uno al ver que el mapa se movía y dejaba  ver la ciudad completa-
   - ¡Epa! ¡Otro venezolano!

Nos reconfortamos temblando de frío con incredulidad por la “roncha” que todos estábamos pasando. Nos despedimos y continuamos el maratón húmedo y helado en el que participábamos. Nuestros cachetes –y dedos- congelados hacían contraste con el calor que tenían algunas partes del cuerpo por la larga caminata.

El reloj marcaba más de las 3 de la mañana. Una brisa dejó ver el esqueleto del paraguas que, finalmente, se rindió. Su vestido negro se había despedazado y la estructura metálica que lo sostenía quedó en la basura. A pocos metros veíamos, por fin, algo conocido.  


No hay comentarios:

Publicar un comentario